Autor: Rubén Pardiñas
Fecha de publicación en Neuronilla: 29 / 02 / 08
Verdad, ficción y creatividad
Realismo y antirrealismo filosófico en el cine español
La filosofía de las últimas décadas ha acelerado una útil tarea de desmitificación de viejas ideas fundamentalistas que seguían manteniendo vivo el concepto de Dios bajo el disfraz de la Ciencia o de la Metafísica. Este proceso de nueva secularización ha contribuido a generar la actual situación de la cultura occidental, en la que los grandes movimientos dogmáticos se han visto reemplazados por un pluralismo de tendencias en el que cualquiera que no esté dispuesto a cuestionarse hasta su propia existencia corre el peligro de ser acusado de dinosaurio de la modernidad. La cosa ha llegado hasta la caricatura en personajes como Jean Baudrillard y su legión de seguidores apocalípticos, y aunque hay que admitir la validez de muchos de sus dictámenes sobre la ficcionalización de la sociedad, no parece demasiado constructivo estancarse en lamentaciones por supuestas Objetividades perdidas.
Dos conceptos fundamentales se han desmoronado: Conocimiento y Verdad entendidos como categorías que se corresponden con trozos reales del mundo en que vivimos y que aguardan pacientes a que los descubramos. Como expone Hilary Putnam citando el importante libro de Nelson Goodman «Formas de hacer el mundo», nos hemos dado cuenta de «que no habitamos un mundo, sino muchos a la vez, y que estos mundos los hacemos nosotros mismos» (Putnam, 1988: 163) Lo cual no ha frustrado solamente a muchos científicos y filósofos que se pretendían instalados en el verdadero conocimiento guía de la humanidad, sino también a multitud de artistas que aspiraban desde el romanticismo, y especialmente desde la vanguardia, a la misma posición.
El cine no ha permanecido ajeno a todo esto. Ni a la renovación ni, por supuesto, a la resistencia. En febrero del 2000 el director español Víctor Erice declaraba: «El cine fue para mí una forma de descubrir el mundo, de formar parte de él en una época, nuestra posguerra, caracterizada por el aislamiento. De ahí que haya entendido el cine como medio de conocimiento, como medio de desvelar una verdad común, algo que no sé de antemano, quizá porque se ha perdido u olvidado en medio del tráfico de la vida» (Erice, 2000) Sorprende que unas declaraciones de esta índole hayan sido hechas por alguien a quien tantas veces se ha alabado por su capacidad de diluir los límites entre realidad y ficción en una película como El espíritu de la colmena. Sorprende también, en una época en la que estamos hartos de oír hablar sobre la sociedad del espectáculo, del simulacro, etc. (y no gracias a los libros de Debord o Baudrillard, sino más bien a cosas como The Matrix y El Show de Truman), que un cineasta hable de la búsqueda del conocimiento o de la necesidad de descubrir verdades comunes olvidadas, algo que suena a filosofía metafísica de tradición platónica (si es que no alude directamente a Platón).
Sin embargo, esta necesidad de actuar desde el conocimiento fundamentado de la realidad es algo que el director dejó claro en sus escritos más tempranos. En 1962 Erice distinguía entre dos concepciones del mundo irreconciliables: «La que cree en la razón y la que se abandona al prestigio del irracionalismo; la que cree en la acción efectiva del hombre en la historia y la que conduce a la negación absoluta. Es decir, la oposición entre realismo y antirrealismo» (Erice, 1962). En el mismo artículo, además, criticaba la «evasión de la realidad para escapar a cualquier compromiso moral, a todo contacto social, y refugiarse en pintorescos paraísos artificiales». Estas afirmaciones serían perfectamente atribuibles a un pintor del realismo socialista, o a cualquiera que asegure tener claro la distinción entre arte comprometido y simple mantelismo, pero no encajan tan fácilmente como soporte teórico de obras como El espíritu de la colmena, cuyo lenguaje poético y preciosismo estético fundamentan en buena medida su valor. Quizá Platón, de nuevo, nos solucione parte del problema. Como recuerda Richard Rorty, «el temor que Parménides [a partir del cual Platón supo distinguir entre doxa y episteme] sentía ante los aspectos poéticos, lúdicos y arbitrarios del lenguaje era de tamaña magnitud que le hacía desconfiar del mismo discurso predicativo.
Esta desconfianza estaba inspirada por la convicción de que sólo bajo el dominio, la obligatoriedad y el control de lo real podía alcanzarse el conocimiento frente a la opinión» (Rorty, 1996: 207).
Arrebato El espíritu de la colmena es, efectivamente, una película sobre la búsqueda del Conocimiento. La lectura filosófica de ésta y otras películas no es, pues, gratuita, ya que puede aportar significados ideológicos insospechados, máxime cuando Erice (entre otros) se ha declarado siempre partidario de un cine que asuma responsabilidades morales con respecto a la sociedad a la que se dirige.
Muchas películas que han abordado la disolución entre realidad y ficción ha encontrado en el propio mecanismo del cine una metáfora efectiva. Hay otras, como la televisión (ya he mencionado El show de Truman) o la tecnología (mucho más recurrente, tanto que incluso nos ha deparado en España un título como Abre los ojos). En el cine español el debate entre realidad y ficción se ha cultivado principalmente a través de esa clase de reflexiones sobre el lenguaje cinematográfico, en películas como El espíritu de la colmena, Arrebato, Innisfree, o Tren de sombras. En este sentido, sería interesante plantear cuál es el papel que juega la ficción del cine (contrapuesta a lo real) a la luz de las corrientes filosóficas comúnmente llamadas postmodernas y que giran entorno al lenguaje como mediador irrenunciable en la concepción (y construcción) del mundo. En concreto, voy a abordar brevemente los acercamientos a esta cuestión de directores como Víctor Erice, Iván Zulueta o José Luis Guerín y también dilucidar si hay alguna razón para reclamar sus obras para la causa antirrealista, ésa que se decanta por rechazar la Realidad, la Objetividad, la Razón, la Verdad y demás conceptos de naturaleza pretendidamente transhistórica.
Parece difícil, en principio, reclamar para esa causa a Víctor Erice. En El espíritu de la colmena se nos presenta el proceso de aprendizaje de una niña sumida en un mundo cerrado (la colmena) del cual consigue finalmente librarse. Es el descubrimiento del cine (que un día llega al pueblo) lo que le proporciona a Ana los materiales para su abandono de la opresora colmena. Así, el personaje de Ana seguiría la postura vital según la cual uno logra encontrar el camino de la verdad a través de la ficción del arte (representada por la película Frankenstein). Esto nos recuerda inmediatamente lo que las primeras vanguardias postularon al situar por encima del lenguaje científico y filosófico al arte, concibiendo a éste como la verdadera expresión de la naturaleza humana. La disputa entre disciplinas carece ahora (y en realidad siempre) de interés; lo importante es que, en la película, Ana accede a la verdad a través de un reflejo de ésta: la ficción cinematográfica que, reveladoramente, irrumpe en una comunidad aislada. Por ello, en mi opinión, la llegada del cine no significa para Ana la apertura a nuevos mundos, como repetidamente se ha dicho, sino, al contrario, el ingreso al crudo mundo real (como es patente a partir de la muerte del fugitivo, que marca el final del período de búsqueda de la niña). Es Ana, en consecuencia, la que sufre una adecuación al modo de ser del mundo, y no el mundo el que se pliega al modo de ser de Ana. Erice se ha referido a sus personajes como seres que «recorren un camino que les lleva a una especie de revelación. Mi esperanza es que el espectador les acompañe en su recorrido, que lo haga suyo también. Y no habría que llamar utopía a lo que se presiente como posibilidad o encantamiento de algo que está ahí, y que sólo hay que acertar a verlo» (Erice, 2000) Pero una concepción antiesencialista de las cosas no puede aceptar esta clase de «esperas de lo desconocido» (o, en clave platónica de nuevo, de lo olvidado).
No son éstas las conclusiones que podemos sacar de la película de Jose Luis Guerín Tren de Sombras, a pesar de que las posiciones teóricas del director son similares a las de Erice. La ficción construida sobre unas películas familiares de los años treinta (en realidad también rodadas por Guerín), la manipulación constante de un material presuntamente cargado de objetividad periodística, pero en el fondo sometido a interpretaciones desde su creación, revela hasta qué punto el cine es incapaz de impedir la fusión en una sola imagen de ficción y realidad hasta hacer desaparecer a esta última. Guerín sabe, sin embargo, que la ficción no surge de la nada. Acogerse al antirrealismo no significa defender, absurdamente, que la realidad no existe. Se puede llegar a aceptar sin demasiados problemas que «la verdad está ahí fuera» siempre que no nos empeñemos en aprehenderla en su esencia, tratando de aislarla del lenguaje por medio del cual nos relacionamos con ella.
Se trata, tan sólo, de deshacerse de una pretensión metafísica de manera «análoga a la de los laicos que insisten en que la investigación entorno a la Naturaleza o la Voluntad de Dios no nos lleva a ninguna parte» (Rorty, 20).
Así, Tren de sombras no niega el mundo. Pero sí reflexiona sobre la imposibilidad de referirse a él sin mediación, plasmando en imágenes una idea expresada anteriormente por gente como Derrida («No hay nada fuera del texto») y aún antes, Heidegger («El lenguaje es la casa del ser»). Se trata de lo mismo que Rorty plantea al estar dispuesto a aceptar que «gran parte del mundo es como es pensemos lo que pensemos sobre éste», pero rechazando contundentemente la conclusión realista según la cual «Además del mundo, existe ahí fuera algo llamado «la verdad sobre el mundo» […] que consiste en una relación de «correspondencia» entre determinadas oraciones […] y el mundo mismo» (Rorty, 35-36).
A partir de aquí es innegable que también El espíritu de la colmena respira en gran parte de su metraje un distanciamiento de lo real, claramente explicitado a través de la estética. Como apunta Carlos Heredero, el film está «estructurado mediante la oposición entre dos luces: la ambarina y difusa que baña la «colmena» y la azulada y direccional que comparten la noche y el cinematógrafo, esos espacios donde, a la manera del mito, se suspende la oposición entre realidad y ficción» (Heredero) Toda la película, a pesar de que Erice intenta construirla a partir de un referente histórico verídico (la postguerra), es una ficción, un cuento, un sueño sobre otra ficción (la de la película Frankenstein) que a su vez descansa en otra más (la del monstruo construido). El rótulo inicial situando la acción en 1940 no consigue introducirnos en la época, como tampoco contribuye a ello una narrativa deliberadamente atemporal, sin puntos de referencia claros en los que apoyarse para percibir un paso del tiempo concreto a lo largo de la historia (Zunzunegui, 1994).
El sol del membrillo será el último intento de Erice por alejarse de la subjetividad. La elección del pintor Antonio López es significativa, de manera que el resultado es una película impagable sobre los deseos casi enfermizos de aprehender la realidad y la frustración que ello conlleva. Es otra película disfrazada de documental, en esta ocasión de Guerín, la que una vez más pone de relieve lo inútil de esta pretensión. En Innisfree su director nos llega a plantear cómo determinados elementos de ficción acabaron por incorporarse a la memoria colectiva de todo un pueblo «real». Es lo que les ocurrió a los habitantes del pueblecito irlandés de Cunga St. Feichin a raíz de haber presenciado el rodaje de El hombre tranquilo de Jonh Ford.
Es quizás en Arrebato donde realismo y antirrealismo combaten con mayor violencia. En ella Pedro P., un cineasta aficionado obsesionado con el poder de seducción de la cámara, aspira a relacionarse con el mundo sólo a través del cine. En la primera parte de la película su postura es claramente realista, su contacto con la ficción es parecida a la experimentada por Ana en El espíritu de la colmena: «yo todavía creía en las cámaras que filman, en las cosas filmadas y en los proyectores que proyectan», llega a decir. Pero de manera progresiva, la identificación del cine con una droga de propiedades perceptivas más reveladoras es superada por el deseo de trascender la realidad: «el espejo abrirá sus puertas y veremos el…el…lo…Otro». Pedro se deshace entonces de todas sus películas anteriores, para dejarse hacer en lugar de hacer. El final confirma un enfoque claramente metafísico cuando Pedro, desde fuera de la caverna platónica se dirige a José a través de una proyección cinematográfica para invitarle a Conocer.
Estamos ante el mismo sentimiento de contradicción que nos provoca la trayectoria de Andy Warhol (de cuyas películas, por cierto, tanto aprendió Zulueta): ¿cómo es posible que una misma persona esté tan interesada en realizar la mayor apología de la falsedad (en series como las de Marilyn Monroe o las del bote de sopa Campbell´s) y a la vez se haya empeñado en capturar la realidad más desnuda y cotidiana (en películas como Empire o Eat)?
Creo que una concepción antifundamentalista del mundo puede sacar provecho de todas estas películas. El peligro está en leerlas únicamente bien como alegatos desesperados bien como apologías sobre la ficcionalización de nuestras vidas, y no ver en ellas el indudable espíritu crítico y a la vez constructivo que poseen. Quizá el problema esté en una concepción del cine que se toma demasiado en serio una función política para la que en cierta medida sí está dotado, pero que difícilmente puede ser compatibilizada con otra, a mi juicio verdaderamente exclusiva del lenguaje artístico: el impacto sobre las conciencias individuales. Posiciones como las de Erice ante la búsqueda de la verdad olvidan que el antirrealismo y el irracionalismo han dado lugar a formulaciones con tanta o más vocación de promover la esperanza social que el realismo (sea éste empírico o metafísico). El propio Rorty está de acuerdo en que «hoy, más que nunca, nuestra cultura se aferre a la esperanza ilustrada, la misma que empujó a Kant a hacer de la filosofía algo formal, riguroso y profesional» (Rorty, 1996: 255) Los problemas surgen cuando «el término «razón», según se usa en la tradición platónica o en la kantiana, está conectado con la verdad-correspondencia, con el conocimiento como hallazgo de la esencia y con la moralidad como obediencia a principios» (Rorty, 1996: 254). Se trata de abandonar la idea del lenguaje como un reflejo de la naturaleza y usarlo, en cambio, como una herramienta de creación. En definitiva, de agradecer a los Lumière los servicios prestados para pasar rápidamente a continuar el trabajo de Méliès.
(*) Ruben Pardiñas (Vigo, 1976) Licenciado en Historia del Arte por la Universidad de Santiago de Compostela. Autor del libro Emancipació, ¿de qué? Una visió pragmatista de l´art contemporani (premio Espais a la crítica de arte 2000) así como de varios ensayos sobre arte contemporáneo y cine en publicaciones como Papers d´art, Cavecanem y Artszin.
Artículo extraído de Enfocarte