¿Para qué sirve la visera de la gorra? Con un criterio puramente funcional, cualquiera diría que sirve para evitar que el sol pegue en los ojos. Por supuesto, para eso la visera tiene que ir en la frente. En los años ’50, cuando se popularizaron las gorras con visera, se usaba así.
Tanto Pig, el mecánico de Bull Rockett imaginado por Oesterheld, como Juan D. Perón, en cuyo homenaje por un tiempo la gorra llegó a llamarse «Pochito», usaban la visera siempre adelante. Sin embargo, hace menos de veinte años la gorra se dio vuelta, y la visera fue a parar a la nuca. Así solían usarla los jugadores de béisbol, con la sana intención de ver llegar la bola y evitar un pelotazo en el ojo. En algún momento, los demás, aunque no tenían nada qué temer, los imitaron.
En poco tiempo, en todo el mundo las gorras se habían dado vuelta y aparentemente los únicos que siguen usándola a la antigua son los soldados iraníes, de puro fundamentalistas. Ignoramos en qué momento y por qué causa se dio vuelta la gorra, del mismo modo que desconocemos el origen de tantas otras modas. Pero lo que sí sabemos es que una vez puestas en marcha se expanden como epidemias. En algún momento se extinguen, quizás desplazadas por una moda más poderosa, pero hay casos en que se eternizan como la corbata, que surgió durante el sitio de Viena para imitar un amuleto turco y nunca más pudo ser erradicada.
El mismo destino signa a las palabras, que nacen y mueren al ritmo de la historia. Es difícil saber cuándo se extinguieron especies como «jailaife» o «esplín», que antes pululaban en los tangos, o cuándo se produjo la mutación que dio origen a palabras como «re-masa»o «transar». Es difícil explicar por qué la palabra «emblemático», que antes sólo usaba Borges, ha llegado a estar en boca de todos, hasta de los jugadores de fútbol, con imprevisibles sentidos. Quizás los lingüistas nos puedan explicar el mecanismo por el cual el «boncha»de los años ’50 desapareció durante toda una generación para resucitar como el triunfante y omnímodo «chabón» de los ’90.
Plagas culturales
Una de las pocas personas que han reparado en el extraño fenómeno de la inversión de gorras es el zoólogo inglés Richard Dawkins, uno de los divulgadores y polemistas científicos más conocidos de los últimos años.
Dawkins ha intentado explicar desde una perspectiva biológica las modas, los estereotipos, las frases hechas y otros fenómenos culturales de vida generalmente efímera. Nunca fue fácil determinar cómo brotan, se difunden y se extinguen ni por qué mientras algunas se expanden como plagas, otras abortan sin llegar a prosperar.
El mérito de Dawkins es haber planteado el problema, haciéndose eco de las sugerencias que hacía un pilar de la genética como Jacques Monod hacia el final de El azar y la necesidad. Cuando escribió su best-seller El gen egoísta (1976), Dawkins pensó que había llegado el momento de establecer una analogía entre genética y cultura, buscando el gen cultural.
Recordemos que, para Dawkins, árboles, mosquitos y hombres eran apenas máquinas reproductoras. Su única función era perpetuar la información genética de una generación a otra, más allá de las aspiraciones de los individuos. Una gallina era el recurso con que contaba el huevo para hacer más huevos, y el huevo era tan sólo el soporte del genoma gallináceo. Las unidades que codifican la información biológica son los genes, que la transmiten mediante la replicación y la reproducción. ¿Por qué no pensar en unidades análogas para la cultura? Dawkins propuso que el mecanismo transmisor en este campo debía ser la imitación.
Cosas como tonadas, ideas, consignas, modas y procedimientos podían ser los programas básicos de la cultura. Puesto que se transmitían por imitación, Dawkins los llamó «mimemes» (usando la palabra como en «mímesis», imitación), o memes a secas, por analogía con «genes». Su colaborador N.K. Humphrey llegaba a afirmar entonces que los memes son «estructuras vivas, no en sentido metafórico sino técnico» que parasitaban los cerebros tal como los virus lo hacen con los organismos. Para Dawkins, la cultura sería el campo de batalla donde los memes compiten al estilo darwiniano para imponerse unos sobre otros. Los memes serían tan egoístas como los genes. Si poseían un valor de supervivencia, en sentido evolutivo, no era para que sobrevivieran los individuos portadores sino el propio mensaje memético. De hecho, siempre se supo que la cultura sobrevive a sus creadores y que el triunfo de un escritor es llegar a ser anónimo.
La idea era atrayente mientras Dawkins se ocupaba del revuelo que solían causar las rachas de entusiasmo por la minifalda, el yoyó, el hula-hula o los chistes políticos, que suelen ser inmortales, al reciclarse de un gobernante a otro. Lo mismo se diría de pautas culturales como las que en algún momento jerarquizaron el acto de fumar o desestimaron el peligro de las enfermedades sexuales. También podía aplicarse a la circulación de los slogans: nadie recuerda que la frase «piensa globalmente, actúa localmente» nació en el seno del anarquismo situacionista de 1968; hoy la usan hasta los más conservadores.
Yendo un poco más lejos, Dawkins calificaba como memes ideas tan complejas y multiformes como la de Dios o la creencia en la vida después de la muerte. Pero también admitía que la teoría de Darwin no dejaba de ser un meme, con lo cual sin proponérselo ponía en duda su objetividad.
La Memética
Las propuestas de Dawkins han cuajado en un movimiento que apunta a crear una nueva ciencia llamada Memética. Entre las figuras más conocidas que se sintieron atraídas por el proyecto o participaron en él se cuentan los filósofos Douglas R. Hofstaedter y Daniel Dennett; el padre de la nanotecnología, Eric Drexler; el promotor de la criónica, Keith Henson y Richard Brodie, de quien se dice que fue asistente técnico de Bill Gates y autor del programa Word original.
La memética aspira unificar psicología, biología, antropología y ciencias cognitivas. Un tanto enfático, Brodie proclamó que estaba llamada a protagonizar el mayor cambio de paradigma en toda la historia de la ciencia.
Del mismo modo que los individuos son máquinas reproductoras de genes, la mente humana, afirma Dennett, es un complejo que va creciendo a medida que los memes reestructuran un cerebro con el único fin de volverlo más apto para su propia reproducción.
Los más fervientes reduccionistas no dudan en afirmar que todas las religiones e ideas políticas pueden ser reducidas a memes o complejos de memes. El polémico Dawkins carga un tanto las tintas cuando describe los «síntomas de la religión»: la fe, el sentido del misterio, la actividad «infecciosa» de los predicadores. Pero quisiera creer que no está hablando en serio cuando habla de la imposición de manos que se hace en la ordenación sacerdotal como un ejemplo de «contagio físico» de los memes. Aquí la metáfora parece habérsele descontrolado.
Brodie también sostiene que los virus mentales infectan a los niños y son los responsables de calamidades como la delincuencia juvenil, la mala calidad educativa y las familias monoparentales. Vaticina que las autopistas de la información pronto les permitirán invadir gobiernos y sistemas educativos enteros. Por su parte, Vajk asegura que la perspectiva es un meme que nació en la pintura del siglo XVI, y aparentemente se habría extinguido con el arte abstracto, o que el marxismo fue un virus mental que contagió a millones de rusos, llevado por un portador sano llamado Lenin. Con la misma ligereza pretende explicar a Hitler, a Jim Jones y a todas las religiones del mundo. ¿Será el capitalismo global otra virosis, cuya sintomatología es el pensamiento único? Vajk no lo decía, pero afirmaba que la idea de tolerancia sí lo era. En enero de 1989, cuando ya se estaba cayendo el Muro, enunció una curiosa teoría político-inmunológica, según la cual la versión mutante del meme de la tolerancia provocaba inmunodeficiencia en la cultura americana y la hacía incapaz de resistir el embate del marxismo, augurándole un destino incierto. Quizás estaba abogando por más intolerancia, pero de todos modos los hechos lo desmintieron. Sin duda, una capacidad de predicción tan escasa no es una buena performance para una teoría que se proclama científica.
Contagio y transmisión
Años después de que Dawkins inventara los memes por analogía con los genes, aparecieron los virus informáticos, que le vinieron como anillo al dedo para apuntalar su modelo. Además de la «ideosfera» (así llama Hofstaedter a la cultura), ahora había una «silicosfera», donde aparecían y proliferaban «gusanos», «caballos de Troya», «bombas de tiempo», archivos ejecutables con mensajes de autoayuda y hasta «avisos de virus». Algunos no sólo eran capaces de masticarse los discos rígidos sino de contaminar la Red, difundiéndose como epidemias. ¿Por qué no pensar de que toda la cultura estaba infectada por virus mentales autorreproductores, que iban colonizando mente tras mente? Esta idea, aunque parezca plausible en los casos de adoctrinamiento y lavado de cerebros, no parece autorizar extrapolaciones más audaces. Dawkins afirma, de un modo muy poco metafórico, que los niños son inmunodeficientes a los memes, y por eso creen en los enanitos o en Papá Noel. Pero nunca explica por qué se inmunizan a partir de determinada edad.
Para Brodie, ninguna de nuestras ideas es original. Sólo contraemos el meme y él se apodera como un virus de nuestra mente hasta dominarla, como ocurre en el caso de los fanáticos. El lugar del contagio es la comunicación: la TV, la publicidad, la música pop, la educación, la enseñanza religiosa, hasta la charla con amigos. Los virus se propagan de cerebro a cerebro por el mecanismo de la imitación, tanto vertical (de padres a hijos) como horizontal (entre pares). La infección religiosa, por ejemplo, puede ser directa (el contacto personal con creyentes o el proselitismo) o indirecta (el arte, la teología o la literatura). La pregunta que subsiste es: ¿de dónde vienen los memes, además de transmitirse por imitación?
¿Y la ciencia? Los paradigmas científicos, ¿serán apenas memes que los mosquitos docentes nos inoculan en la escuela y en la universidad? De ningún modo, se defiende Dawkins. Las ideas científicas no son virus: son objetivas, están sujetas a prueba y compiten entre sí conforme a la selección natural. Sin embargo, en el párrafo con el cual cerraba su libro de 1976, Dawkins había reconocido que la doctrina de Darwin era un complejo de memes, del mismo modo que lo eran Sócrates, Leonardo, Copérnico o el meme del altruismo, que no existe en la naturaleza. Pero, entonces, ¿cómo es posible aplicar la selección natural al «meme de la selección natural»? Si la memética lo explica todo, ¿se explicará a sí misma, como otro virus?
Los memes en cuarentena
Un reciente debate planteado en las páginas de la revista Scientific American de octubre del 2000 convocó a psicólogos, antropólogos y biólogos para discutir una exposición actualizada de la memética presentada por la psicóloga Susan Blackmore.
Bastante más moderada que otros autores, Blackmore dice que la naturaleza humana resulta imposible de explicar en términos evolutivos si no se acepta la hipótesis de los memes. Cosas como el arte o la matemática resultan totalmente inútiles como ventajas competitivas para sobrevivir en la selección natural, pero comienzan a entenderse cuando se los ve como memes que compiten entre sí. El desarrollo del cerebro humano, añade un biólogo, se habría hecho necesario para alojar nuevos memes. También el desarrollo de estructuras nerviosas adecuadas para imitar conductas de otros habría tenido la misma causa.
Blackmore reconoce que los memes son muy distintos de los genes y, aunque admite que la ciencia es un complejo de memes, no acepta equipararla con la religión, a la cual presenta como un meme «viral», y la compara con las molestas cadenas que antes viajaban por correo y ahora circulan por Internet. El eje del argumento sigue siendo la imitación, que distinguiría al hombre del animal, en cuanto creador de cultura. Si nos atenemos a la estricta caracterización que hace Blackmore, la imitación sería casi un acto consciente, muy alejado de las posibilidades del animal. Sin embargo, el mismo Dawkins la ejemplificaba con conductas animales, especialmente de los gorriones. De hecho, hoy sabemos que los mecanismos de imitación en el mundo animal son tantos y tan difundidos que habría que pensar más en diferencias cuantitativas que cualitativas entre el hombre y los animales, por lo menos en este aspecto.
Los antropólogos son más específicos. Desde la perspectiva memética, los memes no estarían sujetos a ninguna evolución sino apenas sometidos a una competencia que desplaza a uno por otro. Sin embargo, si admitimos que las palabras son memes, es un hecho que las palabras evolucionan. Por ejemplo, en el inglés estadounidense, después del Watergate todas las palabras terminadas en «gate» llevan automáticamente a pensar en conspiraciones políticas, cosa que no ocurría antes. La palabra evolucionó cargándose de otro sentido.
Lo mismo diríamos de la Argentina, donde «copar», a comienzos de los ’70, significaba «tomar por medio de las armas» un cuartel o una comisaría, a finales de la década ya se había convertido en «gustar» y hoy se ha transformado en el adjetivo «copado», que se aplica casi a todo. Si eso no es evolucionar, Darwin no sabía nada.
El psicólogo Henry Plotkin admite el rol de la imitación en la conducta social, pero afirma que en definitiva sólo transmite ideas de escasa complejidad como modas, estilos o palabras, pero en definitiva no aporta nada que tenga demasiada importancia para la cultura. En cambio, ideas como «justicia» o «democracia» tienen un proceso muy lento de construcción social, y no es posible reducirlas a unas cuantas conductas «atómicas» como sería el caso de los memes.
Las teorías que pretenden explicarlo todo suelen agotarse pronto, y hasta ahora, a pesar de los anuncios espectaculares, la memética ha sido tan poco exitosa como otras «nuevas ciencias» que gozaron de gran promoción. Por ejemplo, la «semántica general» de Korzybski, que causó estragos en los años ’20 y se agotó en unas cuantas frases brillantes.
Quizás el meme no pase de ser una buena pista basada en la analogía, un intento reduccionista y algo simplista de explicar la cultura, que quizás sea el fenómeno más complejo que conocemos. Si los estudiosos de la complejidad renuncian a ser deterministas en la meteorología, un sistema comparativamente más simple que el efecto combinado de 6 mil millones de cerebros (sin contar toda la historia humana), la memética aparece como una propuesta un tanto ingenua.
- Autor: Pablo Capanna
- Fecha de publicación en Neuronilla: 20 / 05 / 2010