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A la innovación por casualidad – Jose Enebral Fernández

“En un invento, lo esencial es la casualidad; lo malo es que pocas personas se topan con ella”. Esto decía Friedrich Nietzsche, y en efecto el progreso técnico y científico ha dado grandes pasos fruto de la casualidad.

Más exactamente, de la feliz coincidencia de una casualidad y alguien que la identificara e intuyera aplicaciones valiosas. Así ocurrió en la aparición de la penicilina, los rayos X, el velcro, el teflón, el horno de microondas, las cerillas, el celuloide y un sinfín de innovaciones. Obtengamos el máximo provecho de las casualidades.

Con este canto a la casualidad no invitaré, desde luego, a inhibir facultades y esfuerzos en espera de una combinación favorable de circunstancias…; pero sí me sumo a quienes predican una mayor atención a lo inesperado o imprevisto, mientras despliegan búsquedas, estudios, investigaciones. Diversos pensadores nos han advertido de que debemos aprovecharla mejor:

  • “En el campo de la observación, el azar sólo favorece a la mente preparada” (Louis Pasteur).
  • “La casualidad es uno de los nombres de la providencia” (Nicolas de Chamfort).
  • “Lo esencial en un invento es la casualidad; lo malo es que pocas personas se topan con ella” (Friedrich Nietzsche).
  • “La casualidad está siempre ahí: ten a punto el anzuelo” (Publio Ovidio Nasón).
  • “La Providencia nos da la casualidad; para sus fines ha de moldearla el hombre” (Friedrich von Schiller).
  • “De todos los bienhechores, la casualidad es la que ha tenido más ingratos” (Barón de Stassart).

Al relacionarla con la innovación en las empresas hablamos de “serendipidad” (diccionario de Manuel Seco), que viene a ser la facultad de los individuos que, receptivos a la casualidad, hacen de la misma inferencias valiosas, deducciones que contribuyen a la ampliación de los campos del saber y a la innovación. Con este término (también decimos “serendipìa”), nos referimos no sólo a la catálisis de la casualidad, sino también a la intuición, la sagacidad, la perspicacia que conduce a aplicaciones valiosas.

La palabra viene del inglés serendipity, término acuñado en 1754 por el cuarto conde de Oxford, Horace Walpole, tras leer un viejo cuento persa, Los tres príncipes de Serendip (hoy Sri Lanka), en que los protagonistas formulaban inferencias sagaces. Puede que el significado actual del término no sea del todo coincidente con la intención original de Walpole, pero hoy apunta especialmente a una conjunción de azar y sagacidad, con su precisa dosis de intuición.

Con frecuencia resulta difícil separar los descubrimientos reconocidos como serendipitosos (en inglés, serendipitous), de los hallazgos e innovaciones de naturaleza puramente intuitiva: tal es el caso de las revelaciones mediante sueños (la estructura de la molécula del benceno, la máquina de coser de Howe…). Unas veces podemos considerar que la intuición aparece por casualidad, y otras que la casualidad dispara nuestra intuición…; de modo que no sorprende el vínculo que subrayan diferentes expertos.

No está de más recordar que, como otros científicos, Albert Einstein adoptó la intuición como herramienta de trabajo, y que algunos descubrimientos suyos presentan buenas dosis de serendipidad. Entre sus declaraciones al respecto están: “La intuición es lo único realmente valioso”, “Confío en la intuición y la inspiración”, “A veces siento que estoy en lo cierto aunque no conozca la razón”, “La Ciencia, como un fin que debe ser perseguido, es algo tan subjetivo y condicionado psicológicamente por las circunstancias…”.

Pero recordemos un caso curioso, que puede resultarnos más familiar a todos. En verdad, la casualidad se materializa a veces de forma singularmente curiosa: por ejemplo, confundiendo, por su pronunciación, test y taste. Una confusión que también podría haberse dado en castellano, si uno tiene unos polvos delante y le dicen que los pruebe…

Leslie Hough estaba, en 1976, clorando azúcar en busca de un insecticida eficaz. Tras unas determinadas proporciones en la mezcla de una solución de azúcar con cloruro de sulfurilo (altamente tóxico), Hough pidió a su ayudante, un estudiante en prácticas, que lo probara (test). El atrevido estudiante se llevó una muestra a la lengua y declaró que aquello era extremadamente dulce. Al parecer, Hough quedó horrorizado por el accidente y, en no menor medida, sorprendido por el resultado: un compuesto 600 veces más dulce que el azúcar. Unos 20 años después, tras numerosos ensayos para detectar posibles efectos dañinos, empezó a distribuirse como edulcorante sin calorías, bajo la marca Splenda.

Al parecer, algunos otros edulcorantes surgieron igualmente de la casualidad, contando siempre con alguien que confiara en las posibilidades de la sustancia correspondiente; así ocurrió con la propia, más conocida, sacarina en 1879, obtenida por Constantine Fahlberg. En definitiva, quería traerles este mensaje: aprovechemos las casualidades, por si llevan escondida una aplicación valiosa.

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